El mito de la educación tradicional

El mito de la educación tradicional

Durante los años que asistí como estudiante a una facultad de educación, la idea que más veces escuché repetir a mis maestros y a mis compañeros fue la distinción entre la «educación tradicional» y la «nueva educación». El argumento es a grandes rasgos el siguiente: «La educación tradicional está centrada en el maestro mientras que la nueva educación está centrada en el alumno. La educación tradicional es pasiva y se enfoca en la memorización mientras que la nueva educación es activa y se enfoca en la comprensión. La educación tradicional prepara al alumno para el mundo de ayer mientras que la nueva educación prepara al alumno para el mundo de hoy.»

No es de sorprender que ante tales premisas la conclusión —casi siempre implícita— sea: «La educación tradicional es mala mientras que la nueva educación es buena.» Esta conclusión rara vez se declara explícitamente —porque de lo contrario las personas comenzarían a sospechar de su carácter ideológico—, pero es la conclusión obvia que se sigue de las premisas antes expuestas. ¿Quién confiaría en una escuela centrada en las necesidades del maestro y no, por el contrario, en las necesidades del alumno? ¿Quién en su sano juicio consideraría verdadera educación a aquella que se fija como meta que el alumno memorice unos textos sin importar si llega a comprenderlos? ¿A qué padres les gustaría que sus hijos estudiaran en una escuela en la que los preparan para el ayer y no para el hoy?

El problema central del argumento, pues, no es la conclusión sino las premisas. Si las analizamos, encontraremos que se trata de una falsa y nociva dicotomía. Podemos identificar su falsedad al analizar la cuestión desde dos puntos de vista: el lógico y el cultural. Después identificaremos su nocividad al analizar sus consecuencias pedagógicas.

Una idea falsa

Lo primero que tenemos que preguntarnos es: ¿Qué entendemos por «educación tradicional»? Surgirán principalmente dos clases de definiciones: algunos dirán que es la educación del pasado; otros dirán que es aquella educación que cumple con las características antes mencionadas (centrada en el maestro, etc.). Hasta aquí no hay problema, lógicamente hablando. El problema surge cuando acomodamos ambas definiciones en la misma caja, creyendo que «educación del pasado» equivale a «educación centrada en el maestro, etc.» —que es el sesgo en el que habitualmente caemos—. ¿Qué nos hace pensar que en el pasado la educación presentaba estas características de manera regular? Y es que, como modernos, tenemos el mal hábito de hacer prejuicios sobre el pasado, aunque profundizaremos sobre esto más adelante.

Por ahora continuemos analizando lo que entendemos por «educación tradicional». Cuando alguien dice algo como: «Esa práctica pedagógica es muy tradicional», habría que preguntarle: «¿Tradicional de quién, de cuándo y de dónde?» Explicaré a qué me refiero. La palabra tradición viene del latín traditio, que se deriva del verbo tradere, que significa entregar o transmitir. Una tradición es algo que ha sido entregado o transmitido de una generación a otra. Y una tradición educativa es un conjunto de ideas y métodos pedagógicos que han sido transmitidos de una generación a otra. Pero sería grave ignorancia pensar que en el pasado ha existido solamente una tradición educativa. En otras palabras, quienes hablan con estos términos («educación tradicional» y «nueva educación») se sorprenderían enormemente si pudieran viajar al pasado y visitar escuelas como el Liceo de Aristóteles en el s. IV a. C. en Grecia o la Giocosa de Vittorino da Feltre en el s. XV en Italia, pues se darían cuenta de que muchas de las ideas «nuevas» de hoy ya fueron «tradicionales» en otras épocas y lugares. Quienes usan estos términos, pues, lo hacen en gran medida por ignorancia. No existe tal cosa como «la educación tradicional», sino que existen muchas educaciones tradicionales correspondientes a distintas personas, lugares y momentos de la historia. Y si acaso han existido o existen tradiciones educativas con las características mencionadas al principio (centrada en el maestro, etc.), de ninguna manera han sido todas ni la mayoría. En conclusión, «educación del pasado» no equivale a «educación centrada en el maestro, etc.».

Pero, ¿cómo es que este mito ha alcanzado difusión tan amplia entre académicos, docentes, directivos y padres de familia? ¿Cuál es la causa de que seamos tan susceptibles de caer en este error? La respuesta es que detrás del mito de la educación tradicional se esconde otro mito mucho más profundo: el mito del progreso. En pocas palabras, el mito del progreso es la creencia de que la humanidad va progresando continuamente a través del tiempo en todos los aspectos. Es común escuchar a alguien utilizar el término «antiguo» como sinónimo de peor, o el término «nuevo» como sinónimo de mejor. Esta creencia irracional, que nos hace pensar sobre lo tradicional y lo nuevo en términos de malo y bueno respectivamente, es lo que ha hecho que el mito de la educación tradicional haya surgido en primer lugar y, en segundo, que se haya difundido tan ampliamente. Desgraciadamente, renunciar al mito del progreso es difícil, ya que se encuentra profundamente arraigado en nuestra mentalidad moderna. En palabras de Gabriel Zaid, se trata de «una creencia tan elemental que ni parece una creencia». (1)

He escuchado a varios de mis colegas maestros decir que «la educación va evolucionando». Esta idea errada pero difundida es consecuencia directa del mito del progreso. Basta con estudiar y analizar la historia para darnos cuenta de que la humanidad no presenta un progreso lineal y que, si bien es cierto que ciencias como la medicina han mostrado un progreso bastante continuo a través de los siglos, existen bastantes aspectos culturales (entre ellos, pedagógicos) en los que salimos perdiendo si nos comparamos con nuestros antepasados. La educación tampoco presenta un progreso lineal. En muchas escuelas los profesores afirman justo lo opuesto: por ejemplo, que la introducción acrítica de la tecnología en las aulas ha tenido como consecuencias alumnos con peores capacidades cognitivas y resultados académicos más bajos, etc.

Esta idea irracional de que «la educación va evolucionando» es atractiva porque nos permite sentirnos satisfechos al compararnos con nuestros antepasados y porque al mismo tiempo nos presenta un criterio rápido y fácil a la hora de tomar decisiones en el ámbito educativo. Cuando tenemos que elegir entre diversas opciones de teorías y métodos pedagógicos —cada vez más abundantes—, quienes se dejan llevar por estos mitos con frecuencia se decantan por las opciones más nuevas y rechazan las más antiguas. Y lo hacen porque eso es mucho más fácil y rápido que realizar un análisis concienzudo, basado en la evidencia disponible, de las opciones existentes. Lo peor de todo es que no somos nosotros quienes sufrimos las consecuencias de tomar decisiones basadas en estos mitos, sino nuestros alumnos.

Una idea con consecuencias desastrosas

La distinción entre educación tradicional y nueva educación no solo es falsa sino también profundamente nociva. Nos lleva a maestros y directivos de instituciones educativas, así como a padres de familia, a descartar con facilidad métodos antiguos y probados por el tiempo bajo la creencia de que son peores. Por ejemplo, cada vez más padres de familia jóvenes están optando por utilizar métodos de «crianza positiva» —un término utilizado para denotar prácticamente cualquier método nuevo alternativo a los métodos tradicionales, por lo que significa todo y nada a la vez— según los cuales jamás debemos ignorar los berrinches de los niños —cuando la evidencia científica indica todo lo contrario—; no es de sorprender que la efectividad de estos métodos sea tan baja a largo plazo. (2)

Esta tendencia a descartar métodos antiguos cada vez que surgen otros nuevos tiene una consecuencia bastante obvia: poco a poco nos vamos quedando sin opciones. Nos estamos poniendo una trampa a nosotros mismos, convirtiéndonos en víctimas y victimarios del caos teórico que se experimenta actualmente en el mundo de la educación. Esta es una de las razones por las que en la actualidad cada vez que surge un método o concepto pedagógico innovador (aprendizaje basado en proyectos, aprendizaje situado, pedagogía diferenciada, educación por competencias, etc.) lo acogemos como el «concepto mesías» que viene a salvarnos del caos en que estamos metidos, sin darnos cuenta de que tal vez podemos encontrar las respuestas en la rica tradición educativa (me refiero al conjunto de pensamientos y métodos pedagógicos) que durante miles de años construyeron nuestros antepasados.

Pero hemos dicho que la consecuencia más grave del mito de la educación tradicional no la sufrimos nosotros sino los alumnos. Son ellos los perjudicados cuando implementamos métodos cuya efectividad aún no ha sido probada o teorías carentes de fundamento (como los famosos estilos de aprendizaje o las inteligencias múltiples). Y ojalá el perjuicio ocurriera solo a nivel académico: la realidad es que en muchas ocasiones el daño es más profundo. Dando continuidad al ejemplo antes mencionado, la evidencia muestra claramente que la introducción de la tecnología en las aulas ha traído como consecuencia una reducción significativa en las capacidades de atención, autorregulación y memoria de los alumnos. A final de cuentas, todo caos en la teoría conduce a un caos en la práctica, y son nuestros alumnos los principales perjudicados al privarlos de los mejores enfoques y métodos pedagógicos disponibles —que rara vez son los más nuevos—.

No quiero que se me malinterprete. No pretendo insinuar que un método sea peor simplemente por ser más nuevo; eso sería igual de falaz que el mito de la educación tradicional. Está claro que en algunas ocasiones se producen modelos teóricos y metodológicos que realmente son alternativas mejores que las utilizadas actualmente. Y si una práctica innovadora ha demostrado mejores resultados que la utilizada actualmente, entonces es razonable adoptarla. Pero esa es la pregunta que considero que debemos hacernos cada vez que se nos presente una opción distinta a la utilizada: «¿Esta alternativa realmente es mejor que la que actualmente utilizamos?» O bien, una pregunta más ambiciosa pero mucho más difícil es: «¿Cuáles son las mejores teorías y prácticas para entender la realidad y actuar sobre ella (en este contexto particular)?» Por supuesto, responder a esta segunda pregunta puede convertirse en tarea de toda una vida y más; sin embargo, aunque quien se la plantee no logre terminar de responderla por completo jamás, al menos tendrá la actitud crítica de quien busca lo mejor y se acercará a encontrarlo. Desde luego, para responder ambas preguntas es necesario que la persona analice la evidencia disponible y que tenga criterios claros, el principal de los cuales es nada menos que la finalidad de la educación. Pero este último tema no lo trataremos hoy.

Mi invitación

Ante todo, mi intención con estos párrafos es hacer tres invitaciones a los profesionales de la educación. 1. Dejemos de reproducir esta falsa y nociva dicotomía de la «educación tradicional» y la «nueva educación». Que cuando la escuchemos directa o indirectamente sepamos identificarla y rechazarla por las razones antes descritas. 2. Analicemos las teorías y prácticas educativas en su complejidad. Los reduccionismos pueden ser tentadores, pero en el largo plazo cobran factura. Rara vez una opción es mejor que otra en todos los aspectos; al comparar dos opciones de teorías o métodos, analicemos las ventajas y desventajas que tiene cada uno frente al otro y decidamos con base en la evidencia disponible. Esto tomará más tiempo, pero en el largo plazo los beneficios serán mayores para nuestros alumnos y para nosotros como docentes. 3. Atrevámonos a elegir teorías y prácticas educativas con base en qué tanto nos acercan o alejan de lo que hayamos establecido como la finalidad última de la educación, independientemente de si son nuevas o antiguas. Con frecuencia ello implicará nadar contracorriente, pero ya hemos visto qué ocurre cuando nos dejamos llevar por las modas. Eso se explica porque, en el fondo, lo que determina realmente nuestro papel como docentes es la naturaleza humana del alumno, la cual no cambia con el tiempo.


Notas

  1. Zaid, Gabriel. El mito del progreso.
  2. No es mi intención insinuar que todos los métodos llamados de «crianza positiva» sean inefectivos. Para evitar malinterpretaciones, recomiendo continuar leyendo hasta el final.